TRES CUENTOS DE DINOSAURIOS
Cuando despertó, el dinosaurio
todavía estaba allí.
A. Monterroso.
I
Estaba cansado y, aunque era ya septiembre, el sol de mediodía calentaba como en los mejores días del verano.
Se sentó sobre un pequeño promontorio de piedra y, mientras contemplaba el desolado paisaje recordó, una vez más, la vieja y triste historia que lo había llevado hasta allí.
Nunca supo el porqué de su desaforado interés por los dinosaurios, pero cierto fue que ello marcó su vida para siempre. No se trataba de esa dulce fascinación, compartida con millones de niños, que juegan con sus feroces animales de goma o disfrutan aterrorizados ante la inmensa presencia de esos enormes esqueletos del museo, mientras aprietan, hasta dejar sus deditos blancos, la confortable mano de su padre que les ofrece calor y seguridad.
No, no se trataba de eso.
Lo suyo no se trasmitía a nivel del sentimiento, sino de la inteligencia.
Él era consciente de la perfección de aquellos cuerpos inmensos, de su maravillosa diferencialidad, de las intrincadas razones de la madre naturaleza para conseguir crear, tras siglos y siglos de generaciones, aquel ajustado mecanismo de huesos y músculos sin parangón alguno en la historia de la creación.
Cómo habían podido obtenerse aquellos magníficos ejemplares, partiendo sólo de una cosa diminuta salida de la mar.
Desde niño, había tenido clara su vocación. Cuando fuera mayor se haría paleontólogo. Se dedicaría en cuerpo y alma al estudio de los dinosaurios, de los dinos, como él los llamaba con familiaridad, como si ya fueran un miembro más de su abundante parentela.
Y empeñaría su vida en la búsqueda de alguno de esos restos majestuosos que el tiempo y la destrucción habían sembrado por algunos lugares de la tierra. Como restos de un naufragio de dimensiones cósmicas.
Pero nada de ello fue posible.
La prematura muerte de su padre. La necesidad de sacar adelante a una numerosa familia, cambiaron su destino obligándole a empeñar su tiempo y sus esfuerzos en trabajos de todo tipo que sirvieran para alimentar y dirigir a aquella maltrecha tropa que, en una batalla desigual, habían intentado construir un destino propio sin contar con el otro Destino, el que viene escrito con letras mayúsculas.
Una infinita variedad de insignificantes ocupaciones, mientras el tiempo vencía por goleada a sus frustrados deseos de adolescente.
El tiempo.
Como testigo mudo de su fracaso.
Y allí estaba.
En un páramo de Castellón, camino de ninguna parte, capitaneando un autocar de alegres jubilados que quemaban sus últimos años aparentando un estado de ánimo que era imposible que sintiesen.
Y deteniéndose cada poco para que sus pequeñas vejigas y sus grandes prostatitis cumplieran su desagradable misión.
Se pasó una mano por la frente y la sacó empapada de sudor.
Por fin parecía que estaban todos.
Delante del autocar, algunos aprovechaban para sacar las últimas fotos con tecnología digital.
Se levantó de su improvisado asiento y se dirigió cansinamente hasta el lugar del conductor.
Con gesto mecánico, puso en marcha el vehículo que se bamboleó al pasar sobre algunas piedras.
Poco a poco, se alejó de aquel polvoriento lugar por el que, seguramente, nunca volvería a pasar.
Si hubiese echado una última mirada hacia atrás, todavía podía haber visto el enorme hueso de Stegosaurus semienterrado, sobre el que había estado sentado sumido en sus cavilaciones.
II
No recordaba como había comenzado aquel enamoramiento. Aquella, podría llamarla, locura. Esa profunda emoción de saber que, al fin, había hallado al ser complementario, a esa figurada media naranja con la que uno está dispuesto a pasar el resto de su vida.
Un día descubrí que me embargaba esa oscura sensación que no sabe muy bien de donde viene, pero que cuando penetra es capaz de romper todas las barreras.
Y ciertamente eran muchas las barreras. Y de todo tipo.
Yo era consciente de la dificultad de aquella relación, hasta entonces oculta, pero que cuando se hiciera pública provocaría, seguro, un escándalo, no sólo entre mis compañeros de claustro, sino también entre los propios alumnos.
Y lo entendía. Lo entendía perfectamente. La diferencia de edad, los distintos caracteres, yo sensible y cultivado, ella primitiva y expontanea... Pero eso es lo que tiene el amor, que cuando llega rompe todas las barreras (creo que eso ya lo dije antes), derriba todos los diques, salta por encima de todas las convenciones.
Ellos no podían comprenderlo, y yo lo aceptaba.
Pero eso no fue óbice para que me sentara tan mal la frase despectiva del portero de aquel hotel que me dijo con los ojillos apretados y la voz envenenada:
-Usted nunca entrará aquí acompañado de esa hembra de Velocirraptor.
III
Siempre supe que yo era un eslabón más de la cadena. Quizás el último de todos, el más insignificante. Pero tampoco estuvo bien esa marginación, ese pase olímpico hacia mi persona. Ese ninguneo que no parecía haber sido involuntario. Yo no era nadie, de acuerdo, pero hasta el último eslabón, el más pequeño, hace que no se rompa la cadena.
Durante muchos meses limpié sus huellas en aquel sótano insalubre, a donde no llegaba el rumor de la calle, ni siquiera un rayo de sol extraviado que se hubiera podido escapar del cristal de una ventana.
Una bombilla escasa de luz y el percutor con el que trabajaba, eran los únicos instrumentos que me acompañaron durante aquel tiempo en que, con amor de madre primeriza, contorneaba las enormes pisadas del Rex procurando despojarlas de toda “ganga”, pero cuidando, a la vez, de no herir su quebradiza figura.
Después, cuando ya mis ojos se empezaban a resentir de tanta oscuridad y mis gafas se empañaban con las esquirlas del barro cuando, por fin, todas las huellas estuvieron limpias y presentables, llegó el traslado al Museo. A ese nuevo Museo, a cuya inauguración asistieron autoridades políticas y universitarias. El mundo de la ciencia y de la cultura. Becarios y contratados. Profesores y sus equipos de trabajo. Todo el que tenía algo que ver con el tema. Todos... menos yo, que no fui invitado.
Yo, que tanto amor y tanta dedicación había puesto en mi trabajo y cuyo resultado se veía en las preciosas huellas que ahora relucirían en una sala especial, junto a la enorme figura del Tyranosaurus, para ser contempladas por niños y mayores.
Así que, entonces, decidí no ir nunca.
¿No me querían en la inauguración?
Bueno, podría soportarlo. Pero entonces nunca entraría en el museo.
Era una revancha estúpida, lo sé. Pero quizás era la única forma que tenía de mostrar ante mí mismo aquel rechazo.
Ellos me rechazaban a mí, pues yo los rechazaba a ellos.
Así, la promesa de no entrar nunca en el museo, me daba una especie de autoridad moral ante su desprecio.
Esa era la idea.
Y la mantuve durante muchos meses. De veras. Pero, al fin, la curiosidad pudo más que la promesa. Tenía unas ganas enormes de ver el resultado. El resultado de tantas horas de trabajo y dedicación. Quería ver el contexto en el que se mostraban “mis huellas”. Las que yo había limpiado y preparado. Mi obra anónima.
Y decidí ir un día de incógnito.
Me puse unas gafas de sol, una gorra de béisbol y un abrigo largo, y me introduje en el museo mezclado con un grupo de jubilados de la cuenca y una guardería de niños de Villaviciosa.
Me moví a la largo de las salas hasta que, ya de lejos, pude distinguir su enorme mole, como siempre rodeado de pequeños que lo miraban con sus ojillos asustados, casi sin poder hablar.
El fiero rostro de la fiera.
Su gigantesco tamaño.
El gesto airado del que, un día, fue el verdadero Rex de la creación.
Me acerqué casi sin fijarme en él, buscando las estanterías donde deberían estar sus huellas. Mis huellas. Nuestras huellas.
Y estaba ya bordeando su colosal estructura cuando, al llegar justo delante de él, oigo al niño alborozado gritar a su padre:
-¡Mira, papá, mira! ¡Se está riendo! ¡Se está riendo!
Me detuve frente a él y miré hacia arriba.
El que en cualquier otro momento debería haber sido el rostro terrible y amenazador del Tyranosaurus rex, ahora, mientras me miraba fijamente con sus cuencas vacías, mostraba una divertida sonrisa contemplando a aquel pequeño personajillo escondido tras unas gafas de sol, una gorra de béisbol y un abrigo dos tallas mayor, al que, con su olfato de gran cazador, acababa de reconocer.
FIN
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Nota editorial
Sin demasiadas esperanzas de éxito, pedimos al autor un cuento de dinosaurios !y nos regaló tres!. Durante un tiempo estuvieron colgados en el blog como "anónimos", huérfanos de padre, dado que no estabamos seguros de que el autor no fuese a arrepentirse.
A estas alturas, y dado que no sólo no parece estar arrepentido, si no que emite desde su propio blog, queremos agradecer a Vicente García Oliva estos tres cuentos.
Por último, para que conste, ese día yo tambien estaba allí y vi sonreír al tiranosaurio.
esto es un asco
ResponderEliminarAnónimo, teniendo en cuenta que tú escribiste "El Lazarillo de Tormes", es muy difícil llegar a tu nivel...
ResponderEliminarAhora en serio, lo que es un asco es criticar a la ligera por internet escudándose en el anonimato.
neta esta super iper asqueroso este cuanto dadada
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