3.6.14

La leyenda de Lo Hueco


Todas las leyendas tienen un poso de verdad. Todas encierran misterios que escapan a la razón humana. Quizás por eso nos fascinan y atraen. Y, algunas, nos aterran.

Fuentes es un pueblo que ronda los quinientos habitantes, situado en las primeras estribaciones de la Serranía de Cuenca. Su término municipal es muy extenso. En primavera, los campos de trigo y cebada inundan con una marea de verde esperanza laderas y llanuras. Y en agosto, los girasoles desafían el calor abrasador del sol, tiñendo de amarillo el paisaje. Luego, cuando la cosecha termina, queda la tierra, fuerte, dura. A veces hueca.

Cada paraje tiene un nombre y algunos, como es el caso de Lo Hueco, hasta su propia historia.

Cuenta la leyenda que hace muchos años (aunque no tantos como para que el manto del olvido haya borrado su memoria) en ese lugar de Fuentes la tierra era fértil. A pesar de no estar en la ribera del río Moscas y gozar de los beneficios de la vega, los manantiales que por allí afloraban, y que todavía nos regalan su agua en primavera, hacían del paraje un territorio productivo. Sin embargo, los labradores no lo contemplaban con buenos ojos. Algunos había que hablaban de ruidos profundos que podían escucharse a plena luz del sol. Otros afirmaban que, cuando las caballerías tiraban fuerte del arado, el suelo sonaba hueco, como si debajo existiera una caverna gigantesca y recóndita, dispuesta a engullir cuanto hubiera en la superficie.

Aquella mañana no era diferente a otras del mes de Junio. La faena abundaba para los braceros que, desde el pueblo, madrugaban, dispuestos a empezar la cosecha antes de que el calor apretase. La fiesta de San Antonio había terminado y era hora de recoger los frutos que los campos prometían. Ya se sabe que, en esas fechas, una mala tormenta podía dar al traste con el trabajo y las ilusiones de los agricultores (igual que ahora).

El camino era largo pero, con pocos años a la espalda, se hacía llevadero: unos cantaban, otros hablaban de lo acaecido en la última verbena. Las mozas, entre risas y cuchicheos, miraban de reojo a los guapos muchachos que, con la hoz al hombro, marchaban delante.

Las parcelas no eran tan grandes como en la actualidad. Aún faltaba mucho tiempo para la famosa Concentración Parcelaria de los años sesenta. Pero el trabajo endurecía la piel y el alma de aquellos hombres: eran sus manos, manos de labradores curtidos, las que cosechaban el trigo y la cebada y las que luego cargaban los haces en los carros y los llevaban hasta las eras, donde el grano se ablentaba y trillaba.

Aunque estaba amaneciendo, el azul del cielo era tan intenso que parecía un trozo de mar suspendido en el aire. Haría calor sobre la tierra áspera.

El paraje de Lo Hueco se recortaba en el horizonte.
- Hoy me toca segar la mies de Lo Hueco -comentó Juan mirando aprensivo la ladera.
- ¡No me digas que te da miedo! -le respondió Abel entre risas.
- Pues a mí sí me lo daría. ¿Sabéis que el tío Pablo casi se cae con su mula en una sima que se abrió por allí cerca?
- ¡Cómo para no tener miedo! -exclamó Joaquín.
- ¡Bah! Eso son paparruchas -terció Abel.
- Paparruchas sí, pero tú bien que dijiste que no al tío Hilario cuando te ofreció que le segaras su parcela -sentenció Joaquín.
- ¡Y tú que sabrás! -respondió el aludido.

Y así, entre recelos y temores, risas y burlas, comenzó la jornada. Cada uno en su trozo de tierra, cada uno con el pañuelo en la cabeza y la mano en la hoz, doblada la espalda sobre el campo.

Hacia el mediodía era obligado parar a almorzar. Había que reponer fuerzas para seguir trabajando. Las mozas ya habían destapado las tarteras con la merienda y algunas otras llegaban desde el pueblo con la comida para sus padres y hermanos.

- No va mal la cosa -afirmó el tío Anastasio, uno de los más veteranos. - A este paso terminamos en dos días estas parcelas.
- ¡Quiah! -exclamó el tío Melquíades. –Quieras que no, aún nos falta lo peor. Esto está llano, pero por allí, en la ladera, se hace más difícil. Y está lleno de piedras.
- ¿Alguien ha visto a Juan? -preguntó María, una moza casadera que le tenía echado el ojo al mozo.
- Ese ni se ha enterao de que es la hora de almorzar -apuntó Abel. ¡O a lo mejor se lo ha tragao la tierra! -exclamó en mitad de una carcajada.
- ¡Muchacho, con esas cosas no se juega! -le cortó tajante el tío Melquíades. –Más te vale acercarte pa’llá y llamarlo pa que venga.

Por no llevar la contraria, Abel se terminó el trozo de pan con tocino que se estaba comiendo y, sin mucha convicción, caminó un trecho hasta lo alto de la ladera.

Desde arriba pudo ver el carro y la mula que llevaba Juan.

- ¡Juan! ¡El almuerzo nos lo estamos comiendo! ¡Y la María ha preguntado por ti! Yo pa’mi que la tienes loca. ¡Menudo estás hecho!

Al llegar a la altura de la mula, Abel vio la hoz de Juan. Estaba tirada en el suelo, pero ni rastro de su dueño. Una sensación de intranquilidad comenzó a adueñarse de él. Un poco más abajo se encontró con el pañuelo de su amigo. Sí, esa mañana se lo había visto anudado en el cuello, cuando habían discutido sobre Lo Hueco.

¡Lo Hueco! La intranquilidad que sentía dio paso al temor y luego al miedo. La mula, allí al lado, parecía inquieta. Y, de pronto, él también lo oyó. Surgía de las entrañas de la tierra. Era un quejido lastimero, profundo, que ascendía hasta la superficie envolviendo el ambiente. El suelo pareció temblar bajo sus pies. Se dio cuenta, con horror, que una grieta comenzaba a formarse entre los surcos de la parcela. Trató de gritar, pero no pudo. La voz se ahogó dentro de su garganta. El sudor le caía por la frente, al tiempo que su cuerpo temblaba. El terror le paralizaba. El crujido de la tierra, abriéndose en canal, le llegaba claro y nítido.

Y, por fin, cuando parecía que nada ni nadie le harían recobrar el movimiento, un empujón de la caballería le devolvió la fuerza y el impulso a sus músculos, a sus piernas, a su cerebro.
Por su mente sólo pasó una idea: correr ladera abajo, hacia donde los demás se encontraban. Y eso fue lo que hizo, tan rápido como pudo, con la cara blanca y desencajada.

Al llegar al grupo, el tío Melquíades fue el primero en percatarse del estado del joven.
- Pero ¿qué te pasa Abel? ¿Has visto un aparecido?
- ¡Juan! -fue lo único que acertó a pronunciar Abel.
- ¿Qué le pasa a Juan? ¡Ay, Dios mío! ¿Qué le pasa a Juan, dónde está? -preguntó Maria, con un hilo de voz.
- ¡La tierra se ha abierto! Lo he visto con mis propios ojos -exclamó Abel temblando. -¡Y se ha tragado a Juan!
- ¡Pero qué dices, muchacho! -arremetió el tío Melquíades mientras lo cogía por los hombros.
- ¡Sí, subid y lo veréis vosotros mismos! Se ha abierto una grieta en el suelo y Juan no está. Su hoz y su pañuelo están en el suelo, pero él no está. ¡Os digo que se lo ha tragado la tierra!

Algún tiempo después, las buenas y malas lenguas comentaron que el desaparecido Juan dio señales de vida desde Valencia. Al parecer, aquella mañana había visto claro que su porvenir no pasaba por empuñar una hoz y, ante el temor de que sus padres no le dejaran nunca abandonar el pueblo, se había ido caminando hasta la carretera de Valencia, que apenas distaba a unos kilómetros de Lo Hueco. Había huido de un futuro lleno de polvo seco…

Si es verdad que Juan terminó en la capital del Turia, sano y salvo, o que se lo tragó la tierra, sólo los más viejos lo saben. Lo que sí es cierto es que, muchos años después, gracias a las obras de Alta Velocidad Madrid-Valencia, en el paraje de Lo Hueco apareció uno de los yacimientos paleontológicos más importantes de Europa.

Aquellos quejidos que la tierra exhalaba seguramente eran movimientos de la corteza. Sí, seguramente. Al igual que las grietas y las simas que ocasionalmente se han formado en ese terreno. Pero lo cierto es que allí, a muchos metros de profundidad, estaban enterrados cientos de lagartos terribles, de aterradores dinosaurios, dragones de ficción… Nadie sabe cómo. Nadie sabe por qué.

Y esto último no es leyenda. ¡Ea!


Sonia Martínez Bueno


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