12.6.12

De cómo se termina escribiendo relatos sobre dinosaurios


Todo el mundo sabe que hubo un tiempo en el que Mario Benedetti odiaba la poesía.

Doy fe de ello. Hubo una época, hace ya muchos años, durante su exilio acá en Guatemala, en la que Benedetti no escribía un triste verso, las rimas se le tropezaban como mosquitas torpes en la pluma, y los ritmos se le quedaban atascados en la lengua, antes incluso de pasarlos al papel.

Y no sólo eso: el simple sonido de un poema en la distancia de la boca de un amigo le revolvía las entrañas o le levantaba una jaqueca, dependiendo del día. Acudía Benedetti a los recitales de sus colegas y maestros por cortesía, pero sentado casi siempre en la última fila; con los oídos tapados y el puro en los labios, como si el humo caprichoso del tabaco pudiera convertirse en una cortina que le separara de los versos enemigos.

Ni siquiera cuando algún colega se acercaba a decirle alguna estrofa para que Benedetti le diera su experta opinión, era capaz el pobre hombre de soportar la poesía.

-No me torturés, Gelmán –decía, alejando de sí el papel con ambas manos- vos conocés el infierno que llevo adentro.

Lo que no todo el mundo sabía es que Mario Benedetti tenía un gran problema. Más que grande, inmenso, podríamos decir, si el colega me permite la ironía.

El problema era que cuando Mario Benedetti se dormía por las noches, en sus sueños se le aparecía un dinosaurio. No era siempre el mismo dinosaurio: algunas veces era un inofensivo brontosaurio que se le paseaba con sus andares lentos, extendiendo su larguísimo cuello en busca de comida. Otras, un diplodocus campaba a sus anchas en mitad del sueño de un prado, o tal vez un tricerátops le mordisqueaba haciéndole cosquillas hasta despertarle.

Al principio, Benedetti no le dio mucha importancia, incluso le resultaba, en cierto modo, divertido. Pero a las cuatro semanas de inevitables encuentros nocturnos con un saurio empezó a preocuparse; sobre todo porque los primeros pacíficos reptiles pronto dieron paso a los Tyranosaurus Rex y a los Pterodáctilos, mucho más sanguinarios y peligrosos, que convertían sus sueños en agudas pesadillas.

Todo el mundo sabe que Mario Benedetti, como todo escritor que se precie, es un hombre sensible y obsesivo que jamás podría vivir en paz con una situación semejante. Así que cuando me relató su problema le aconsejé, como buen ciudadano de nuestro siglo, que andara a contárselo a un psicoanalista.

No sirvió de nada. El psicólogo, por lo visto, comenzó hablándole del inconsciente colectivo, de la memoria genética que arrastramos de cuando éramos simples musarañas que huían de los rapaces, para terminar diciéndole que probablemente todo se debía a un problema de índole sexual. Yo, francamente, no daba crédito.

- Pero ¿qué os dijo exactamente el psicoanalista, Benedetti? – Le pregunté.

- Como os lo cuento, Augusto, que el doctor me dijo que yací con demasiadas mujeres…-

-No me jodás, Benedetti.- le grité. Porque como todo el mundo sabe, es oficio de poeta yacer con mujeres.

A pesar del intento del psicoanalista, Benedetti siguió soñando cada noche que un dinosaurio le reventaba las entrañas, o tal vez le perseguía por los montes y él, con el alma en un puño, terminaba tirándose por algún precipicio y se despertaba anegado en pánico y sudores.

Ya llevaba así tres meses cuando coincidió que pasó por Guatemala el maestro Oliverio Girondo, a quien todos teníamos gran respeto por su maestría y experiencia. Le sugerí a Benedetti que fuera a consultarle, y cuando se acercó efectivamente a contarle su problema, el maestro le preguntó cuánto hacía que no podía escribir.

- Maestro –respondió Benedetti- relatos escribo todas las semanas.

- ¿Y poemas? Porque vos sos poeta, tengo entendido.

Benedetti se quedó pensativo unos momentos y descubrió con sorpresa que no había escrito ni un solo poema en varios meses. Ni siquiera había hecho una triste tentativa de verso en mucho tiempo. Don Oliverio Girondo, maestro de poetas, supo al instante que aquel dinosaurio era una señal. “Benedetti” sentenció “ la poesía ya no os quiere, os abandona. Dejadla marchar en paz.”

Esa noche Benedetti vino a verme y me contó las malas nuevas: la poesía le odiaba. Yo le acogí en mi casa y estuvimos bebiendo ron cubano durante tres días con sus tres noches incluidas. Noches en las que Benedetti seguía soñando con su dinosaurio y retándole a viva voz, con esos gritos roncos de borracho sin esperanza que se te clavan en el pecho y te parten el alma en dos mitades.

Y así era: Mario Benedetti había perdido la esperanza. Pues, como todo el mundo sabe, todo escritor ansía en secreto llegar a ser algún día un buen poeta.

Cuando nos recuperamos al fin de tan sonora cogorza, mi buen amigo Benedetti había tomado una decisión que le honraba como escritor y como hombre.

-Jamás me rendiré, Augusto. No me verán vencido – me dijo.

Y le creí. Porque como todo el mundo sabe, los escritores somos, sobre todo, unos cabezotas de cojones. Entre otras cosas, porque si no fuera por nuestra cabezonería, seguramente llegaría un momento en el que desistiríamos de luchar contra los críticos y las editoriales y las librerías, y nos dedicaríamos a la pesca en ultramar o a vender zapatos.

Como buen escritor y como buen cabezota, Benedetti pasó meses luchando contra su destino y el de su poesía. Apuntaba todos los detalles de sus sueños; clasificó a sus dinosaurios: los pterópodos, carnívoros dentados, se le solían aparecer los martes y los jueves. Los saurópodos, herbívoros pacíficos entre los que se encontraba el Diplodocus, con frecuencia los soñaba los Domingos. Después de una borrachera siempre se le aparecía un dinosaurio de la rama de los ornitópodos, y le volaba por los sueños como un aeroplano beodo. El Tyranosaurus Rex, el más temido, le hacía las visitas los lunes, cómo no, y algunos viernes y sábados, sobre todo si Benedetti tardaba mucho en conciliar el sueño.

Después de algunos meses, los volúmenes y enciclopedias sobre reptiles y saurios se le amontonaban caprichosamente en la sala de estudio. No eran raros los días en que los arqueólogos y biólogos hacían cola en la puerta de su casa para pedirle consejo sobre tal o cual especie o sobre algún hueso aparecido en las excavaciones.

Meses y meses pasaron, y al pobre Benedetti se le seguía apareciendo cada noche un dinosaurio que le perseguía hasta la muerte, o le destrozaba a mordiscos, o incluso le recitaba versos que se le clavaban como flechas ardiendo en los ojos dormidos.

Meses y meses en los que Mario Benedetti rehuía la compañía de poetas y también la de estos intelectuales que gustan recitar trozos de poemas en las conferencias, cuando se les acababa lo poco que tienen que decir. “Sólo me quedás vos, Augusto: no te me hagás poeta”, me decía. Mandó construir un trastero para encerrar todos sus libros de poesía y mantenerlos separados de él por una gruesa pared de piedra. Durante meses y meses llevó gafas de sol cuando salía a la calle para no leer las inscripciones, frecuentemente en verso, que presiden las estatuas o los actos oficiales. Por no hablar de los ripios de los anuncios en las vallas publicitarias, que durante meses y meses le arrastraban al borde de la locura misma.

Cierto martes, aún lo recuerdo aunque hace muchos años, me telefoneó muy temprano para decirme que todo había terminado. Que ya no tenía problemas y que el verso le saltaba ágil de la pluma. Aún no eran las nueve y ya había escrito tres poemas de corrido.

Todo porque la poesía había vuelto a él, como una amante arrepentida.

Todo porque había recobrado la magia y el aliento.

Todo porque aquella mañana, cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Augusto Monterroso, Guatemala, 1984.


Diana P. Morales




La autora de este relato, Diana P. Morales, lleva más de doce años como profesora de literatura creativa, en especial, a través de internet. Tras estudiar Filología Inglesa en la Universidad de Sevilla y Experto Universitario en Guiones Audiovisuales por la Universidad de Málaga, ha sido coordinadora y profesora de varios talleres literarios, tanto por internet (Librored, www.escritores.org, escribir.info, grupobuho.com…), como presenciales, para el Ayuntamiento de Sevilla. Actualmente es coordinadora de Portaldelescritor, donde además e imparte cursos de Poesía, Relato y Novela. Su primera novela, "Zaibatsu", será próximamente publicada por la Editorial ESPIRAL. Con el relato que hoy traemos a "El Cuaderno de Godzillín", Diana P. Morales consiguió el 2º Premio "Villa San Esteban de Gormaz" en 2001 y fue finalista del Primer certamen Worldonline de relato en 1999. Para conocer algo más a la autora, se puede visitar su web o su página en Portaldelescritor.

¡Muchas gracias Diana!



Fotografía tomada por Godzillin en el Museo Carmen Funes de Plaza Huincul (Argentina).

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