El verano es época propicia para los enamoramientos. Será el calor, las horas de luz (y de oscuridad buscada), la vida al aire libre, las terrazas y los chiringuitos de playa… O serán las feromonas… ¡Quién sabe! Lo cierto es que en la época estival florecen amores por todas partes. Luego, con la caída de la hoja, la mayoría de ellos decrecen y mueren.
Sin embargo, y como la excepción siempre confirma la regla, también los hay que resisten, que sobreviven a las altas temperaturas y que, exultantes, afirman que llegaron para quedarse.
Hace unos días una buena amiga mía me enseñó el primer anillo que, su ahora marido, le había regalado cuando eran jóvenes, allá por el Cretácico Superior, cuando los saurópodos todavía poblaban la tierra. ¿Qué tiene de particular este hecho? Nada, excepto que el anillo llevaba incrustadas las siluetas de ¡pequeños dinosaurios!
Quizás fuera una premonición sobre su amor, resistente al paso del tiempo, o quizás la confirmación de que la pareja pisaba fuerte sobre futuros yacimientos paleontológicos…
En cualquier caso, me resultó chocante que allí no hubiera grabados unos corazones (muy al uso en estos regalos) o las socorridas palabras “te quiero”. No, allí había dinosaurios.
Esto confirma mi teoría de que hay hombres con mucha vista, que saben anticiparse al futuro y que en vez de decirte cosas tan románticas como “he cruzado océanos de tiempo para encontrarte” (que diría Drácula) o “prefiero vivir una vida contigo que pasar el resto de las edades sin ti” (frase pronunciada por el atractivo Aragorn de “El señor de los anillos”), conocen la tierra que hay bajo sus pies y te conquistan con palabras mucho más contundentes: “Siempre nos quedará Lo Hueco, querida”.
Dinosaurios de andar por casa,
Sonia Martínez
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Imagen de aquí
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