Si alguien a nuestro lado pronuncia el nombre de King-Kong ¿qué escena reproducimos automáticamente en nuestro cerebro? ¿Quizás la del pobre gigante subido en lo alto del Empire State Building mientras unos audaces aviones intentan derribarlo? Quizás… O, a lo mejor, la del gorila contemplando a la bella damisela que duerme sobre su enorme mano… O aquella otra en la que lucha contra un tiranosaurio para salvarla.
En cualquier caso, este icono del cine creado por Cooper y Wallace cumple ochenta años. Eso, en el ciclo evolutivo de un posible dinosaurio del grupo de los primates (los expertos me van a permitir que lo imagine así), es una memez. Pero para nosotros, infelices, es toda una vida sin progresar ni un ápice. Porque la película tenía su contenido, más allá de la fantástica aventura y de la historia de amor convencional (chica-chico) e imposible (chica-gorila). En realidad, nos hablaba de lo que casi siempre sucede cuando el hombre se empeña en dominar la naturaleza: destrucción y barbarie.
Y eso que presumimos de ser los únicos seres del planeta Tierra con cierta capacidad intelectual. Claro que, bien pensado, no sé para qué nos ha servido. Quizás para justificar lo injustificable, para matar en nombre de dioses, reyes, dogmas y supersticiones y, lo que es peor, para creer que siempre tenemos razón y que todo lo que hay sobre la superficie que pisamos nos pertenece.
Asistí a la presentación del reducido cerebro en 3D del Ampelosaurus y me resultó curiosa, pero convincente, la explicación acerca de la supervivencia de este dinosaurio dotado de tan escasa materia gris: tenía la que necesitaba, la que le permitía desenvolverse con soltura en su hábitat. Ni más ni menos.
Conclusión lógica que podemos extraer: si no utilizo no tengo; si tengo pero no utilizo, desperdicio. Paradoja: el ser humano es el único animal que, sobrado de cerebro, no ha descubierto aún cómo emplear ese potencial correctamente. Por lo tanto, una de dos: o la madre Naturaleza se pone las pilas en la evolución del Homo Sapiens y nos explica qué hacer con los excedentes o no quedará planeta para cuando hayamos descubierto las utilidades beneficiosas de nuestra gran masa encefálica.
¡Menos mal que somos la especie culta! Por suerte, siempre nos quedará King-Kong.
Dinosaurios de andar por casa
Sonia Martínez Bueno
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