Esto no es un artículo. No es una noticia. Es ¿solamente? un cuento sobre dinosaurios. Pero ¿acaso no nos es más necesario? Antes de los proyectos de investigación, de las matrices de caracteres, de las carreras por las publicaciones de impacto, de las competiciones, estaba el amor infantil por el pasado. Por lo desconocido. La emoción del aventurero. La novela. El cuento. Como el presente, escrito, de nuevo, por el clásico de la literatura asturiana
y que retorna a los dinosaurios al patio de la escuela, al recreo, a la sabiduría de los niños y a las manchas de tinta sobre el pupitre. Sólo nos queda agradecerle al autor este intento para que esa lucidez "de guaje" no abandone la paleontología.
VERBO
A Gianni Rodari, claro.
Levantó la vista del libro y allí, bajo la tarima en que se encontraba situada su mesa profesoral, se alargaba un bosque de brazos que se movían tratando de llamar su atención, de ser los escogidos, de participar en la actividad que, de vez en cuando, solía organizar con sus alumnos.
No pudo dejar de sonreir. Pese a que siempre era igual y el juego se repetía cada mañana de clase, de aquellas clases que venía impartiendo desde hacía muchos, pero que muchos años, no dejaba de sorprenderle la vitalidad de los niños, sus ganas de juego, de participación, de vida.
Sentía el murmullo del aula como un enjambre de avispas, como el roncón de una gaita:
-¡A mí, profe! ¡Pregúnteme a mí!
Los ojos abiertos, el pelo revuelto, las mejillas coloradas…
-¡A mí, profe! ¡Pregúnteme a mí!
¿Siete años? ¿Ocho?
Intentó recordar cómo era él con aquella edad. Estudiaba en los jesuítas. Jugaba al fútbol… Poco más. Hacía demasiado tiempo.
-¡A mí, profe! ¡Pregúnteme a mí!
-¡Está bien, está bien! ¡Bajad los brazos! A ver, usted, el señor Campa. Escoja una bonita palabra.
-¡… Hmmm…! ¡”Barco”! Escojo “barco”, profe.
-… ¡Vaya palabra más fea…!
-… ¡Sí, qué fea…!
-¡Que diga otra!
-Bien, ya vale. Respetemos la elección del Señor Campa. Tenemos, pues, una primera palabra. Vamos ahora por la segunda. A ver, señor Fidalgo.
Fidalgo, puesto en pie, con los ojos arrebolados, sintiéndose como el protagonista de una película por él interpretada.
-¡”Marica”! ¡”Puta”! ¡”Pene”!...
-¡………!
-Señor Fidalgo: todos le agradecemos mucho la clase de educación sexual que pretende darnos pero, en primer lugar, se trata de una sola palabra y, en segundo, ya dijimos que queríamos evitar las palabras polémicas. Vamos, diga una palabra normal.
-Pero, profe, esas son palabras “normales”…
-Fidalgo… normal.
-Está bien. ¡”Zapato”!... que tengo los pies fríos.
-El señor Fidalgo, gentilmente, nos acaba de dar una segunda palabra: Zapato. Bien, ya conocemos el juego. Ahora hay que inventar una pequeña historia con estas dos palabras: “Barco” y “Zapato”.
-¡Venga, profe, empiece ya…!
-Bien, primero yo y después vosotros. Pues… vamos a ver:
“Érase una vez un pequeño pueblo en la costa asturiana que se llamaba…
-¡Cuideiru!
-¡Xixón!
-¡Candás!
-Silencio, por favor... Que se llamaba… Bardales. Pues allí, en Bardales, había una vez un zapatero muy, pero que muy famoso. Corsino, era como le llamaban. Y tan grande era su habilidad y su fama que hasta el pueblo venían Reyes y Emperadores a encargarle zapatos nuevos, que él confeccionaba con cuidado y esmero. Casi con cariño…
“Pero el pobre, después de tantos y tantos años haciendo lo mismo, trabajando de la misma manera, estaba ya cansado de hacer zapatos. De encorvar la espalda sentado en su pequeño taburete y golpear con el martillo y los clavos sobre la dura piel que él transformaba en una lustrosa pieza de calzar.
“Así que un día se preguntó: “¿Vamos a ver, Corsino, (porque hablaba consigo mismo) a ti, en realidad, que es lo que te gustaría hacer? ¿A qué querrías dedicar el tiempo que te queda de vida?” Después de un buen rato de pensar y pensar, de barajar distintas posibilidades, de hacer desfilar todos sus sueños de niño, todas sus ilusiones de chaval, y todos los afanes de adulto, se dijo a sí mismo: “Navegar”. A mí lo que me gustaría sería navegar. Viajar de un sitio a otro, conocer mundo, paisajes distintos, gentes diversas... Eso es lo que me gustaría de verás.”
“Y por qué no lo haces”
“Cierto -se dijo- ¿por qué no lo hago? Y, dicho y hecho. Corso, el zapatero, se puso a la tarea de construir un barco. Un barco para navegar.
¿Pero qué ocurrió, niños y niñas que me escucháis?
Pues ocurrió que, como el pobre nunca había construido barcos, y todo lo que sabía hacer eran muy buenos zapatos, le salió un barco guapísimo pero, eso sí, ¡con forma de zapato! Un gigantesco zapato con dos mástiles, velas y un ancla.
“Pues a ver si esto flota”, se dijo el bueno de Corsino. Y se encaminó al puerto dispuesto a botar su peculiar barco.
“Ya imaginaréis, queridos niños y niñas, las burlas y pitorreos que la gente del pueblo le dedicó al pobre zapatero, la menor de las cuales era esa frase de:
-“Zapatero, a tus zapatos”.
“Pero a él no le importó. No les hizo el menor caso y, colocando su barco en el agua y desplegando las velas al viento, salió mar adelante en busca de aventuras… y las encontró, ¡vaya si las encontró!
Bueno, eso quedará para otro día que volvamos a dedicarnos a los cuentos…
-¡Oh, no…!
-¡Meca…!
Recogió los libros y papeles que tenía sobre la mesa y se dirigió a la salida.
A la puerta, el director hablaba con una compañera.
Cuando pasó por su lado le saludó con poca gracia. Desde que llegara al colegio, no sabía muy bien por qué, al director no le había caído bien. Quizás fuera porque no aprobaba sus métodos pedagógicos o, simplemente, porque era el profesor más popular del centro y los niños lo adoraban. Ya sé sabe, la envidia es mala consejera. En cualquier caso a él no le importaba demasiado. Cumplía su tarea lo mejor que sabía y conservaba la misma ilusión por la enseñanza que el primer día.
A lo mejor era eso lo que no se le perdonaba…
Llegó a casa y metió la llave en la cerradura.
En ese mismo instante, sin saber por qué, intuyó que algo raro pasaba.
Abrió.
Todo estaba en silencio. Pero, de pronto, oyó un pequeño ruido. Un ruido extraño, como de algo que se arrastrara por el suelo. Como si unas uñas rasparan la madera.
Cerró la puerta y avanzó pasillo adelante. Iba despacio, atento, con todos los sentidos alerta.
A medida que avanzaba, el ruido iba haciéndose más nítido, más fuerte.
Confirmó su primera impresión: alguien arañaba una puerta de madera. La puerta de la sala, más concretamente. De allí venían los ruidos.
Llegó hasta la puerta y sintió que algo se movía detrás de ella. Unos movimientos suaves, sigilosos. No era hombre cobarde, pero todo él estaba en tensión, con los nervios a flor de piel.
Cogió el pomo de la puerta y dio un fuerte tirón abriéndola de par en par.
Lo que vio le dejó completamente aturdido.
Allí, plantado a un par de metros de donde él se encontraba, había un enorme ejemplar de deinonychus que lo miraba con sus ojos fijos. Unos ojos inmóviles y enrojecidos. Ojos del cazador ante la presa.
No pudo gritar.
O no supo.
El asombro casi mayor que el miedo. El cerebro sin poder asimilar los datos, incapaz de comprender la situación, de responder a la parálisis que lo embargaba.
Y ya, por fin, cuando el dinosaurio avanza hacia él preparando su terrible garra como un puñal asesino, dispuesto a cobrar su presa, una posibilidad que le llega al cerebro, un sinsentido de explicación que golpea su mente como un fogonazo:
¿Y si él también fuera parte de una historia?
¿De una historia en la que alguien, en algún lugar remoto del universo escogiera, jugando, la palabra “Dinosaurio”, mientras otro, también jugando, hiciera lo mismo con la palabra “Profesor”.
FIN"